Hechos comprobados sobre el misterio de Rennes-le-Château.
Por José Antonio Solís
(Artículo basado en el libro del mismo autor “La verdadera Tumba de Jesús” publicado antes que “El código da Vinci” y por supuesto antes también que el reciente documental sobre “La tumba de Jesús” de James Cameron)
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Una década más tarde, Henry Lincoln, un productor de cine de la BBC que
tras la lectura del libro de Gérard de Sède se había consagrado en cuerpo y
alma a la investigación del tema, le dedicaría al misterio de Rennes-le-Château
tres documentales para Chronicle, la serie histórica y arqueológica de la
cadena. En ellos establecía nuevas teorías que iban mucho más allá de la
posibilidad de un tesoro escondido y una conspiración. Lincoln comenzaba a
plantearse lo que más tarde cristalizaría como "El Enigma Sagrado",
el libro que realizaría junto a Michael Baigent y Richard Leigh, donde,
partiendo del descubrimiento del párroco Saunière, se determinaban nuevas
direcciones que conducían a la gran revelación: Jesucristo no habría muerto en
Jerusalén, sino que refugiado por una comunidad judía de Francia, pasaría el
resto de sus días en esa tierra, acompañado de su esposa Magdalena, con la que
tuvo una descendencia que perduraría hasta nuestros días. Las pruebas apuntaban
hacia un plan milenario para proteger un valioso tesoro. Y ese tesoro no sería
otro que el Santo Grial, "la estirpe y los descendientes de Jesús, la
«Sang Raal», la sangre «verdadera», cuya custodia fue encomendada a los
Templarios, orden creada por la Prieuré de Sión".
A partir de ese momento, el misterio de Bérenger Saunière alcanzó una
trascendencia mundial que sigue creciendo en nuestros días. Son innumerables
los estudios y reportajes que aparecen cada año, arrojando nuevas
interpretaciones sobre el enigma; y que han convertido a la otrora solitaria
villa de Rennes-le-Château en un punto de atracción turístico.
Agradecimientos
No podríamos comenzar este artículo sin antes reflejar nuestro encarecido
reconocimiento a la inestimable ayuda del profesor E. Declas Gutiérrez, hombre
animoso y de vasta erudición, que nos acompañó como intérprete e insustituible
colaborador.
Igualmente el reconocimiento a la amabilidad de la Asociación de Turismo de
la Región de Rennes-le-Chateau, que nos facilitó sobremanera, con su
información, la labor de obtener en un corto espacio de tiempo fotografías de
la región desde el punto de vista que interesaba a nuestra investigación.
También nuestro agradecimiento al amable trato y complice colaboración de
los encargados de la Hosteleria de Rennes Les Bains, situada en la Rue des
Bains Forts, naturalmente en Rennes-les-Bains. Donde nos alojamos durante
nuestra primera estancia en la zona en el verano del 2000 y que, sinceramente,
recomendamos a cualquier visitante que por allí se acerque.
Un enclave rebosante de historia y oro.
Cercana a los Pirineos, a unos 40 kilómetros de Carcasona, en la
confluencia que forman los valles de los ríos Aude y Sals, se alza sobre una
colina de roca calcárea la pequeña aldea de Rennes-le-Château. Desde su cumbre,
aparece ante nuestros ojos el impresionante paraje de la región de Ràzes. Una
visión que sobrecoge por su magnitud, donde la mirada perdida en el horizonte
nos devuelve una extraña sensación de soledad. Pero se trata de un aislamiento
ficticio. Si algo caracteriza a este territorio es la variedad de sus
visitantes a lo largo de los tiempos.
Existen restos megalíticos que prueban la aparición del hombre en este área
cuatromil años antes de nuestra era. De igual modo, la profusión de topónimos
de claro origen celta, —sin ir más lejos, el que denomina al castillo de Le
Bézu— o el descubrimiento de los restos de un antiguo templo, evidencian la
dilatada permanencia de los asentamientos de las tribus de origen indoeuropeo.
También la abundancia de vestigios romanos nos habla del interés que despertó
la región para el magno imperio, hasta tal punto que la ruta romana que
conducía a Hispania cruzaba estas tierras; la misma que, siglos más tarde,
serviría de enlace para el camino de peregrinación a Santiago de Compostela.
El atractivo para los romanos estaba plenamente justificado. Por un lado,
era famosa y apreciada la existencia de fuentes termales en la zona, con aguas
ferruginosas, enriquecidas con potasio y magnesio. Por otro, un subsuelo rico
en cobre, zinc, plomo, jade, amatista, mercurio..., y lo que es más importante:
oro y plata, además de otros metales. Prueba de ello son la abundancia de minas
registradas en siglos posteriores.
Tras los romanos, y a lo largo de tres siglos (de 440 a 720), se
aposentarían en esta comarca los Visigodos, que habiendo conquistado Roma,
expandían su imperio hacia el oeste desde Europa central.
Según los historiadores, se debe el origen de este poblado a la
construcción de una fortaleza sobre el terreno que antes ocupara un antiguo
oppidum ("plaza fortificada") celta, con la intención de proteger a
Rhedae, la próspera ciudad fundada por los visigodos a mediados del
cuatrocientos y que se extendía por todo el valle, a lo largo de un área
aproximada de cuarenta hectáreas. No resulta difícil comprobar que ese mismo
espacio que antiguamente ocupaba la fortificación, es el que establece los
actuales márgenes de la villa.
Sobre el procedencia del topónimo que daba nombre a la ciudad se ha
sugerido que está basado en la transcripción en latín tardío del término godo
Raida, que significaba carro. Y, muy posiblemente, se esté en lo cierto, pues
existe la constancia de que la zona sirvió de base para los bárbaros
germánicos, acostumbrados a disponer sus campamentos con sus cuádrigas o carros
formando círculos.
Es esa presencia visigótica, en un reino que se extendería desde Orleans
hasta Gibraltar, uno de los pilares fundamentales de esta historia; pues de
ella surgirían, como un enigmático telón de fondo, los protagonistas de una
lucha perpetua por permanecer, al precio de la propia vida, en esta extraña
tierra.
La dinastía visigótica, iniciada por Teodorico I, aliado de los francos
contra Atila, rey de los hunos, y fallecido en la célebre batalla de los Campos
cataláunicos en el 451, se vería perpetuada por Teodorico II (legítimo sucesor
tras la muerte, con sólo dos años, de su hermano mayor Torismundo) hasta el año
466, en que le sucede su hermano menor Eurico, también llamado el Grande. Tres
siglos de dominación que alcanzarían su declive con el nieto de Teodorico I, el
rey Alarico II, traicionado por los francos y muerto en la batalla de Vouillé a
manos del mismísimo Clodoveo, de la dinastía merovingia, en el 507.
El Tesoro de Jerusalén.
Después de la derrota de Alarico II, y con la capital del reino trasladada
a Toledo, tras la caída de su anterior capital Toulouse, el derrumbado imperio
del norte visigótico sólo posee dos ciudades importantes: la fortificada Rhedae
y Carcasona. Precisamente, ésta última es cercada e incendiada en el 508 por
los francos, a las órdenes de Clodoveo. Al parecer, el mayor motivo del cerco
era hacerse con el tesoro conquistado en Italia por Alarico el viejo, y
trasladado hasta la ciudad por cuestiones de seguridad.
¿De qué tesoro se trataba? Este es uno de los puntos más calientes de la
historia y base en la que se fundan algunas teorías sobre el misterio de
Rennes-le-Château. Retrocedamos en el tiempo:
En el año 70 de nuestra era, Tito, hijo del emperador Vespasiano, pone
sitio a Jerusalén.
En esta sagrada ciudad se halla el templo edificado por Salomón. Destruido
por Nabucodonosor y reconstruido y restaurado varias veces por Esdras, Herodes
el Grande y Herodes Agripa, alberga un santuario donde se guarda el mobiliario
sagrado del ritual instaurado directamente por Dios. Entre otras piezas de
incalculable valor, se encuentran la Mesa de los panes para la oblación, —de
madera de acacia recubierta de oro— y el candelabro de los siete brazos, la
Menorah, —de oro macizo. Ambas piezas, más allá de su valor puramente
crematístico, son dos símbolos de extraordinario valor espiritual para
cualquiera de las religiones surgidas en esa zona del planeta.
Prueba de que Tito se apoderó de aquellos tesoros y los trasladó hasta la
capital del imperio son los bajorrelieves de su arco en Roma que representan
fielmente estas reliquias transportadas a hombros por soldados. Allí
permanecerían durante 340 años hasta la invasión de Roma por parte de Alarico
el Viejo, que fallecería seis meses después de la toma de dicha ciudad. Con el
tesoro sagrado en su poder, los visigodos extienden su imperio por la Galia y
trasladan el mismo a la que era en aquel tiempo la capital de su reino,
Toulousse.
En efecto, Carcasona había sido el destino, para garantizar la seguridad de
tan preciada posesión tras la pérdida de Toulousse; pero todas las teorías
apuntan que sometidos al asedio de Clodoveo los visigodos optaron por esconder el
denominado Tesoro Antiguo en la más segura plaza de Rhedae, más directamente en
su fortaleza, lo que hoy conocemos como Rennes-le-Château.
Tras la conquista de España por los árabes en el 711 y la expulsión de
Carcasona de los obispos visigodos por su irrenunciable adhesión a la herejía
del Arrianismo (que negaba la divinidad en la persona de Jesús), la corte
visigoda se ve reducida a Rhedae. Se supone que decidieron ocultar la parte más
preciada de su tesoro con el máximo de los cuidados, pues ni siquiera tras la
toma de Carcasona por los árabes en el 725, se hace mención de la Mesa de
oblaciones y el Candelabro. Sí aluden, en cambio, los cronistas árabes de la
época, a una magnífica mesa de cristal verde o esmeralda, que se corresponde
con la regalada por el patricio Aetius a Turismundo, hijo de Teodorico I, en
agradecimiento por la colaboración de su padre en la lucha contra los hunos.
Una prueba más de que los visigodos sabían muy bien lo que hacían a la hora de
esconder unas y otras piezas, estableciendo una indudable escala de
prioridades.
La última mención a un monarca visigodo en la zona se encuentra en la
"Crónica Mozárabe del 754", donde hace referencia a un tal Ardo.
Los árabes respetaron, tal vez por sus magníficas instalaciones defensivas,
a la ciudad de Rhedae, que permanecería intacta durante la reconquista
efectuada por Carlomagno, quien la pondría bajo la protección del obispado de
Narbona. Así permanecerá, alrededor de quinientos años, hasta que en 1170,
Alfonso II de Aragón, ataca el condado y destruye la ciudad, —no así la
fortaleza.
A principios del siglo XIII, se inicia la cruzada contra la herejía Cátara,
extendida por toda Occitania. Esta guerra sangrienta contra los llamados
albigenses, durará cincuenta años, dirigida por Simón de Montfort y auspiciada
por el papa Inocencio III. La brutalidad de la represión se halla perfectamente
manifestada en la descripción literal de las palabras del papa ante la pregunta
de un oficial sobre cómo harían para distinguir a los herejes de los verdaderos
creyentes: «Mátalos a todos. Dios reconocerá a los suyos», respondió el divino
representante.
Sería en 1210 cuando Montfort se apoderaría de Rhedae; más exactamente, de
la fortaleza que se erigía en este territorio. Junto con Rennes-les-Bains y
Bézu, es cedida a Pierre de Voisins. El y sus descendientes gobernarán esta
plaza hasta 1361, dotándola de una iglesia dedicada a San Pedro y un castillo,
el mismo que se conserva hoy en día. Por esas fechas, Rhedae caerá diezmada por
la peste y un año más tarde, será completamente destruida por el conde Enrique
de Trastámara, pasando a denominarse con el nombre que aún conserva de
Rennes-le-Château, en referencia al castillo que se alza sobre su colina.
Las sucesivas alianzas entre los clanes familiares de la zona, cuando en
1400 la última descendiente de los Voisins se casa con el señor de Marquefave
y, más tarde, su hija Blanca de Marquefave entrega la posesión como dote a su
futuro esposo Pierre-Raymond d'Hautpoul, pondrán en manos de la familia
Hautpoul la baronía de Rennes-le-Château, que la conservarán hasta finales del
siglo XVIII. El último Hautpoul sería Francois d'Hautpoul, casado con Marie de Nègre
d'Ables, marquesa de Blanchefort, una de las principales protagonistas de
nuestra historia; al menos, por el curioso y críptico epitafio que el abate
Bigou grabó sobre la lápida de su tumba.
Un párroco nada habitual.
El 11 de abril de 1852, nace en Montazels, una pequeña localidad de la
región del Aude, François Bérenger Saunière, hijo primogénito de Marguerite
Hugues y Joseph Saunière, de una modesta familia que completarían otros dos
hermanos y cuatro hermanas.
A lo largo de sus primeros años dará muestras de una capacidad muy por
encima de sus compañeros, lo que hace prometer un futuro realmente brillante. A
los 25 años, el 7 de junio de 1879, es ordenado sacerdote y destinado como
vicario en Alet, donde disfrutará de las comodidades de un palacio episcopal
situado en una estación balnearia. Poco después, se le envía como párroco al Clat,
decanato de la región de Sault, del cual sería trasladado para ocupar el puesto
de profesor en el seminario de Narbona.
Todo esto hacía presuponer una carrera meteórica en la línea de los
ascensos eclesiásticos hacia lo que sería un puesto de canónigo. Así, y pese al
desconocimiento de los acontecimientos exactos que provocaron su caída, es
degradado y, como tal, se le envía al oscuro destino, marcado por el total
aislamiento de su situación, de Rennes-le-Château.
La mañana del primero de junio de 1885, con treinta y tres años recién
cumplidos, se presenta en lo que será su destierro. Ante él aparece una villa,
con escasamente trescientos habitantes, en su mayoría agricultores, a la que se
accede a través de un camino escarpado de más de tres kilómetros. Su presencia
no pasa inadvertida. Se trata de un hombre alto, de constitución fuerte y con
una mirada penetrante que parece atravesar a quien se topa con ella.
Su primera decepción, y la confirmación de su destino como un castigo, la
encontraría al toparse con lo que sería su iglesia. Sta. María Madalena había
sido construida a partir de un antiguo edificio del tiempo de los carolingios,
entre los siglos VIII y XI, que a su vez se alzaba sobre los cimientos de una estructura
visigótica del siglo VI. Consagrada para el culto en el año 1059, su estado era
lamentable. El tejado era prácticamente inexistente, y la poca superficie que
restaba se mantenía con dificultades sobre una bóveda totalmente desguarnecida.
La lluvia y el viento campaban a sus anchas, llegando incluso a los límites del
altar, lo que hacía prácticamente imposible celebrar un oficio sin que el cura
y los feligreses terminaran empapados por completo.
De igual modo se encuentra el presbiterio, lo que obliga al párroco recién
llegado a alojarse en la casa de una vecina, Alexandrine Dénarnaud, madre de
Marie, una muchacha de 18 años, hasta el momento sombrerera en la localidad de
Espéraza (muy cercana a la villa donde nació Saunière) y que entraría
al servicio del párroco, convirtiéndose en su fiel compañera y colaboradora,
con una lealtad que arrastraría más allá de la muerte del propio Bérenger.
Por aquella época, el sueldo que cobraba un párroco de estas
características era escaso; pero no suponía un excesivo problema pues solía
completarse con las dádivas que recibía de sus feligreses. Sin embargo, el
talante inconformista de Saunière le llevaría a una situación ciertamente
desesperada. Poco después de su llegada a Rennes-le-Château, el 4 de octubre de
1885, y unos días antes de las elecciones, pronunciaría un discurso
profundamente monárquico, a favor de los Borbones, que le acarreó como consecuencia
la retirada de su sueldo por el gobierno republicano. Durante toda esta época
de suspensión se vio obligado a vivir de la caridad y de las frecuentes
excursiones que realizaba por toda la región para proveerse, a través de la
caza y la pesca, del condumio para su manutención. (Se especula si estas
continuas andanzas por la región le proporcionarían unos provechosos
conocimientos para sus ulteriores investigaciones).
Pero no sólo de pan vive el hombre, y así Saunière, además de sus múltiples
correrías campestres, ocupaba el tiempo en el estudio de las lenguas clásicas y
del rico pasado histórico de la región a la que había sido desterrado.
Sobre este punto, el desmesurado interés arqueológico que se despertó en el
párroco de Rennes-le-Château, parece tener alguna culpa Henri Boudet, párroco
de otra localidad cercana, Rennes-les-Bains, y extravagante individuo, que se
convertiría en uno de sus mejores amigos. Posiblemente fuera él quien impulsó a
Saunière para que acometiera las labores de restauración de la iglesia. Lo que
no está tan claro es de dónde provino el dinero, unos 518 francos
(aproximadamente unas trescientasmil pesetas actuales), dado el lamentable
estado económico de las cuentas de Saunière. Éste, sin embargo, mantuvo hasta
el final de sus días que la cantidad provenía de una donación de la condesa de
Chambord, viuda austríaca de Henry de Chambord, pretendiente al trono de
Francia y decapitado durante la Revolución Francesa en 1793. El inminente
fallecimiento de la condesa, en 1886, le salvó de cualquier intento de
confirmación; tanto del donativo, sobre el que nunca pudo aportar una prueba
contable, como del extraño interés de tan distinguida dama por un vulgar cura
de pueblo. Más posible sería que se tratase de un afortunado encuentro por
parte de Saunière de alguna cantidad escondida por su predecesor, el abate
Pons; el feliz primer hallazgo de toda una serie que transformarían
radicalmente la vida de este párroco.
Aparecen los pergaminos.
Ese mismo año, y todavía sin salario, Saunière acomete las obras de
restauración de la iglesia de Santa María Magdalena. Comenzó por la parte más
esencial de un templo: el altar. Se trataba de una mesa de piedra que descansaba
sobre dos pilares visigóticos. Según las declaraciones de algunos de los
testigos, (entre los que se encontraban los albañiles y dos monaguillos), al
levantar la piedra descubrieron que uno de los pilares estaba hueco y que
contenía en su interior cuatro pergaminos envueltos en tubos de madera
sellados. Uno de estos pilares visigóticos fue colocado, años más tarde, por el
propio abate Saunière delante del presbiterio, dado la vuelta y con la extraña
inscripción "MISSION 1891". (La fecha de esta leyenda, junto con el
viaje emprendido por el abate a París tras el hallazgo, induce a pensar a
algunos estudiosos del tema que el inicio de las obras parte de ese año).
La desaparición del supuesto pilar hueco y la existencia de un balaustre de
madera con una cavidad hueca a la que se puede acceder deslizando una trampilla
y que todavía se halla en poder de la familia Corbu-Captier, legataria
universal de Marie Dénarnaud, la criada y compañera de Saunière, hacen más
plausible la teoría de que los pergaminos se encontraran en este receptáculo,
tal como lo relató el campanero Captier, quien tras encontrarlos los puso al
momento a disposición del párroco.
Sobre el contenido de este hallazgo, y las diferentes versiones acerca del
mismo, también nos movemos en el resbaladizo terreno de la controversia. La
relación más aceptada nos habla de cuatro pergaminos. Dos de ellos contenían,
al parecer, la descripción de unas genealogías: una de 1244 y otra de 1644; y
los otros dos habían sido redactados en 1780 por el abate Antoine Bigou,
predecesor de Saunière en esa misma iglesia. Estos últimos ofrecían, en una
primera mirada, la redacción de unos versículos en latín de textos del
Evangelio según San Juan y otros versículos de Lucas, Mateo y Marcos. Pero
decíamos bien que en una primera mirada, pues al observarlos más atentamente
podían descubrirse unas extrañas alteraciones: las palabras aparecían
truncadas, sin el menor propósito, con adiciones de otras letras que en
apariencia no aportaban ningún sentido. En realidad se trataba de una ingeniosa
encriptación.
Según los estudiosos del tema, los textos que contenían, tras ser
descifrados, eran los siguientes:
BERGERE PAS DE TENTATION QUE POUSSIN TENIERS
GARDENT LA CLEF PAX DCLXXXI PAR LA CROIX ET CE CHEVAL DE DIEU J'ACHEVE CE
DAEMON DE GARDIENT A MIDI POMMES BLEUES
(PASTORA SIN TENTACIONES QUE POUSSIN TENIERS GUARDAN LA LLAVE PAX DCLXXXI
POR LA CRUZ DE ESE CABALLO DE DIOS QUE ANIQUILO ESE DEMONIO GUARDIAN AL
MEDIODIA MANZANAS AZULES)
A DAGOBERT II ROI ET A SION EST CE TRESOR ET IL EST LA MORT
(A DAGOBERTO II REY Y A SION PERTENECE ESTE TESORO Y EL ESTA ALLI MUERTO)
Sería muy difícil aventurar que Saunière no hubiese alcanzado a descifrar
parte de los códigos, más estando estos en latín, idioma que dominaba; pero de
lo que se dio perfecta cuenta es de que se hallaba ante algo muy importante.
Conseguido el permiso del alcalde, que estaba al tanto del descubrimiento como
el resto del pueblo, y tras entregarle una copia de los pergaminos, —aunque
nunca podrá establecerse si fue fidedigna—, los puso en manos de su superior,
monseñor Félix-Arsène Billard, obispo de Carcasona.
Mientras tanto, Saunière prosiguió con las obras de restauración. Con la
ayuda de dos operarios levantó una losa que se hallaba delante del altar. Al
instante repararon en que se trataba de la lápida de una sepultura que había
sido colocada boca abajo. Pese a las prisas del abate por despedir a los
albañiles nada más percatarse del descubrimiento, estos tuvieron tiempo de
entrever una vasija que contenía algo brillante. Saunière reaccionó
rápidamente, explicándoles que se trataba de medallas de la Virgen de Lourdes;
pero los acontecimientos posteriores nos revelarían que se trataba de algo más
substancioso.
En realidad, la lápida en cuestión es la famosa "Losa de los
Caballeros", que se expone actualmente en el museo de Rennes-le-Château,
perteneciente a la época merovingia, y en la que aparece a la izquierda un
jinete sobre su montura con una trompa y a la derecha dos caballeros a lomos
del mismo caballo (coincidencia más que enigmática con el conocido símbolo
templario, teniendo en cuenta la diferencia de siglos). Bajo ella debía
albergar una tumba del siglo VIII, donde Saunière encontró monedas antiguas, un
cáliz, un brazalete y otras joyas de la época, algunas de las cuales regaló a
sus más íntimos amigos.
El viaje a París.
Poco tiempo después, (aunque aquí vuelve a plantearse el problema de las
fechas, dado que no existe ningún documento que certifique la estancia del
párroco en la capital francesa en 1891), Monseñor Billard, decidiría que la
importancia de los pergaminos exigían el desplazamiento de Saunière a París,
para que los presentase a autoridades eclesiásticas con mayores conocimientos
en paleografía. Entre las autoridades eclesiásticas que lo recibieron
destacaban el abad Bueil, director del seminario de Saint Sulpice, y su sobrino
Emile Hoffet, que a pesar de su corta edad, veinte años, disfrutaba de gran
consideración entre los círculos intelectuales, gracias a sus conocimientos de
lingüística, paleografía y criptografía.
Pese a lo que parecía una clara vocación pastoral, Hoffet se sentía
profundamente atraído por los temas esotéricos y era bien conocida su relación
con sociedades secretas de aquella época. Probablemente, sería él quien
introdujo a Saunière en los círculos intelectuales de la capital, presentándole
a ilustres personajes como Stéphane Mallarme o Claude Debussy y, a través de
ellos a Emma Calvé, gran diva de la época, muy relacionada con los ocultistas
más influyentes.
Nada se sabe de los comentarios de Hoffet acerca de los pergaminos; pero
aseguran que el abate, tras el caluroso recibimiento dispensado por la sociedad
artística parisina, permaneció durante varias semanas en la capital, dando
pábulo a los rumores sobre su relación sentimental con Emma Calvé, que a decir
de algunos de sus contemporáneos estaba profundamente obsesionada con Saunière.
Fuera esto último cierto o no, su amistad perduró durante muchos años, en los
que la diva realizó numerosas visitas a Rennes-le-Château.
No podemos olvidar otro hecho importante de la estancia de Saunière en
París. Según parece, el párroco aprovecharía para visitar el museo del Louvre,
donde adquirió tres reproducciones de cuadros. Una de ellas sería un retrato
del papa Celestino V, de autor desconocido; otra, una copia de un cuadro de
David Teniers, aunque no está claro si se trataba del padre o del hijo; y,
finalmente, (de gran importancia en las consecuencias del misterio de
Rennes-le-Château), un cuadro de Nicolas Poussin: "Los pastores de la
Arcadia".
A su vuelta de París, Saunière continua con sus pesquisas. Con la
inquebrantable colaboración de Marie Denarnaud, acomete unas supuestas obras en
el cementerio de la iglesia. Estas obras, rodeadas de un absoluto secretismo,
despertarían las suspicacias de los vecinos, hasta el punto que años más tarde
manifestarían su desconcierto y protesta ante el prefecto.
Uno de los sucesos más extraños está relacionado con la profanación del
sepulcro de Marie de Nègre d'Ables, esposa del marqués François Hautpoul de
Blanchefort. Esta tumba, que se hallaba en el camposanto de la iglesia, había
sido diseñada, un siglo antes, por el padre Antoine Bigou, que supuestamente
era el autor de dos de los manuscritos. Bigou mandó grabar en la lápida una
inscripción aparentemente normal, que no obstante contenía varios errores
ortográficos y de espaciamiento que Saunière pudo fácilmente identificar como
un anagrama de los mensajes contenidos en los pergaminos anteriormente citados.
Además, amparada en la posición de las letras, revelaba
también la firma del propio Bigou.
Desconociendo que la estela había sido previamente estudiada y reproducida
por unos arqueólogos en el Bulletin de la Société des Études Scientifiques de
l'Aude, Saunière pulió la lápida hasta borrar las inscripciones, trasladándola
además al extremo opuesto del cementerio como si quisiese borrar toda huella.
Exhumaciones y un secreto.
Desde ese momento, Bérenger Saunière y su fiel Marie, reanudan las
excavaciones; pero esta vez con el impulso que da la confianza de saber qué se
está buscando. Es verdad que siguieron apareciendo piezas de indudable valor
arqueológico y alhajas antiguas; de ello dan fe los múltiples regalos todavía
en poder de numerosas familias de la zona. Sin embargo, no se trata de tesoros
que pudieran provocar el cambio que se avecinaba.
Inexplicablemente, Saunière empieza a coleccionar sellos, de escaso valor,
en grandes cantidades y mantiene una voluminosa correspondencia con
desconocidos de toda Francia, además de Alemania, Austria, Suiza, Italia y
España. También efectúa extrañas transacciones monetarias con varios bancos.
Uno de ellos envió expresamente desde París a su representante para negociar
directamente con el abate alguna operación monetaria. Su despensa empieza a
rebosar y la bodega acoge, en grandes
cantidades, barriles con los
mejores caldos de Francia.
Con todo, no debe interpretarse que el Padre Bérenger Saunière emplease
toda esa fortuna en su único provecho. Fue él quien sufragó enteramente los
gastos de la construcción de una nueva carretera que uniese a Rennes-le-Château
con la región de la que se encontraba completamente aislada. Además, también se
encargó de las obras para la creación de una infraestructura de agua corriente
para todo el pueblo. Como puede suponerse, las anteriores reticencias de la
vecindad por su extraña afición a la arqueología nocturna, desaparecieron por
completo.
Ostentación y vida social
¿Quién se hubiera arriesgado a predecir que aquel enérgico párroco, al que
una lengua demasiado imprudente le había conducido a vivir a espensas de sus
dotes cinegéticas, pocos años atrás, terminaría por alterar radicalmente el
tedioso ritmo de Rennes-le-Château? Los hechos hablaban por si mismos. Las idas
y venidas, por la otrora tranquila villa, de toda clase de operarios, mulas y
carros, en un pulular incansable de andamios y cargamentos del apreciado
granito azul de Saint-Sauveur, indicaban que Saunière estaba acometiendo un
proyecto considerable. El párroco se había metido a constructor; y para ello
había adquirido seis fincas colindantes al terreno de la iglesia.
Las conjeturas no tardarían mucho en aclararse. Bajo la dirección del
arquitecto Tiburce Caminade y el contratista Élie Bot, el abate hizo construir
en las lindes de la antigua muralla una torre cuadrada de dos pisos en estilo
neogótico, rematada con almenas y una sobresaliente atalaya orientada hacia el
valle, la Torre Magdala. Estaba destinada a albergar la fastuosa biblioteca de
Saunière, compuesta por más de un millar de ejemplares de lujosa encuadernación
y acomodados en una librería hecha ex profeso con maderas de la mejor calidad.
Si esta construcción y su interesante colección de libros despertaban la
mayor de las admiraciones, no menos lo hacían el resto de las edificaciones. A
espaldas de la torre se encontraba un invernadero coronado por vidrieras y un
cuidado parque con estanque donde podía disfrutarse de la compañía de los más
exóticos pájaros y peces, amén de perros, conejos y... dos monos. La
ornamentación floral era atendida con esmero, incluyendo plantas de lejanos
países. Toda esta combinación producía, al decir de los visitantes, la
sensación de encontrarse en el Jardín de las Mil y una Noches.
Cruzando el parque en dirección a la iglesia se alzaba sobre sus tres pisos
una opulenta casa de corte parisino, Villa Bethania. Saunière nunca habitó en
ella, ya que según sus propias declaraciones serviría de casa de retiro para
los padres reformados de la región. Las habitaciones estaban decoradas en color
rosa, con muebles estilo Napoleón III y repletas de los objetos más refinados,
desde primorosas cristalerías hasta delicados jarrones. En realidad, serviría
para albergar a los numerosos invitados que recibiría en los próximos años.
Además de sus parroquianos, que siempre disfrutarían de la cariñosa
hospitalidad dispensada por el abate, acompañada de muy copiosas y celebradas
comidas, comienzan a desfilar por Rennes-le-Château toda una serie insólitos
personajes; por lo menos, no los que uno espera encontrarse en aquel lugar tan
alejado de la civilización.
Además de eclesiásticos de la zona, como el abate Baux, el abate Rivière y
sus dos enigmáticos, —luego veremos por qué—, y grandes amigos Antoine Gélis y
Henri Boudet, párrocos de Coustaussa y Rennes-les-Bains, respectivamente;
aparecen viejas amistades, o más que eso, como la cantante Emma Calvé y otros
personajes de elevado rango social y sospechosas afinidades. Entre ellos, el
francmasón y secretario de Estado para las bellas Artes, Henry-Charle-Etienne
Dujardin, la escritora esotérica Andrée Brugière, o la más que iniciada en el
martinismo y descendiente de famosos ocultistas, marquesa de Bourg de Bozas.
Pero, si la comparecencia de alguno de sus invitados puede llegar a
sorprendernos de verdad, esa es la del archiduque Juan de Habsburgo, primo del
emperador de Austria, Francisco José; que a pesar de las precauciones tomadas
para salvaguardar su incógnito, era recordado con facilidad por algunos de
los visitantes de Villa Bethania. Más tarde, la perplejidad aumentaría cuando,
a través de los estado de cuentas, se certificó la existencia de una
sustanciosa suma que el archiduque cedió al abate.
Saunière, secundado por la indispensable Marie Darnaud, que ya por entonces
acostumbraba a lucir lujosos vestidos comprados en París, se desvivía en
atenciones con sus huéspedes. Haciendo siempre gala de la mejor de las
sonrisas, no reparaba nunca en gastos para lograr que su estancia en
Rennes-le-Château se viera colmada hasta en los más ínfimos deseos. Animado
conversador, disfrutaba sorprendiendo a sus contertulios con todo tipo de
curiosidades provenientes de lejanos países o que él mismo encargaba para
entretener las reuniones. Así, por ejemplo, se menciona el encargo hecho por el
párroco a un prestigioso cristalero de un juego de copas de cristal de
diferentes tamaños, de tal forma que al ser sucesivamente golpeadas con una
cucharilla reproducían la melodía del Ave María. Uno más, dentro de sus
innumerables caprichos de nuevo rico.
Mas todas estas atenciones y lisonjas no podían ser motivo suficiente para
que personas acostumbradas al lujo y la buena vida se tomaran la molestia, —y
en aquella época, con el pésimo estado de los caminos, resultaba mucha—, de
visitar tan a menudo al abate Bérenger Saunière. ¿Qué oscuro interés les unía
al extravagante párroco? ¿Escondían tras sus respetables apariencias algo más
que una simple disposición hacia los asuntos de índole espiritual?
Extraños coadjutores
Se ha especulado mucho acerca de la clase de relación que unía al abate
Saunière con Henri Boudet y Antoine Gélis, ambos sacerdotes de las parroquias
vecinas de Rennes-les-Bains y Coustaussa.
Si en el primero algunos han querido ver al principal incitador de la
afición del abate Saunière por la historia local; el segundo guarda una extraña
relación con nuestro protagonista por la inexplicable procedencia de las fuertes
cantidades de dinero descubiertas a raíz de su misteriosa muerte.
Las enigmáticas circunstancias que rodean al asesinato del abate Gélis
siguen constituyendo, aún hoy en día, un verdadero galimatías para todos
aquellos que intentan desentrañar la identidad y motivos de su asesino.
El primero de noviembre de 1897, aparecía rodeado por un gran charco de
sangre, sobre el suelo de su cocina, el cadáver del abate Gélis. El cráneo y la
cara presentaban catorce heridas producidas por el impacto violento de un instrumento
contundente; sin embargo, el asesino hizo acopio de la suficiente frialdad para
colocar el cuerpo de la víctima con las manos unidas sobre el pecho y una
pierna replegada hacia dentro, teniendo extremo cuidado de esquivar los charcos
de sangre para no dejar ninguna huella. Tanto el el piso superior como en la
planta baja se apreciaba el resultado de una infructuosa búsqueda: cajones,
armarios y carteras habían sido forzados; pero el objeto del registro, como se
pudo comprobar tras la aparición de quinientos francos, no era el dinero.
La noticia del crimen conmocionó a toda la zona y, más aún, cuando se
divulgó que según todos los indicios el atacante debía de ser conocido de la
víctima, pues no se hallaron evidencias de cerraduras forzadas. La versión de
los investigadores aventuraba que el abate Gélis había recibido a una persona
de su confianza a altas horas de la noche y que ésta, en un descuido del abate,
habría aprovechado para matarla. Confirmaba esta teoría el conocido carácter
huraño del párroco y su obsesión por la seguridad, que le llevaba a dormir
durante todo el año, —incluso en el verano—, con los postigos cerrados,
habiendo hecho instalar en la entrada del presbiterio una campanilla para
detectar la presencia de cualquier extraño. A este hecho se unía la declaración
de su sobrina en la que afirmaba tener visto al abate, dos semanas antes del
trágico suceso, conversando en la sacristía con un hombre al que no pudo
identificar. Al ser descubiertos, el abate corrió a cerrar la puerta, aclarando
posteriormente a la curiosidad de su sobrina, sabedora de que era hombre remiso
a tratarse con nadie, que se trataba de un amigo.
Pero fue más tarde, al investigar en busca de pruebas entre los papeles del
difunto, cuando la estupefacción del juez llegó a su punto más álgido.
Incluidas en el expediente aparecen las cuentas de los dos últimos años y,
junto a ellas, una nota donde el abad indica que escondida en distintos puntos
de la casa se halla una cantidad de trece mil francos.
En el registro efectuado tras este descubrimiento fue encontrada la casi
totalidad de la suma; pero el rompecabezas seguía incompleto: ¿Cómo un párroco,
cuyos ingresos no alcanzaban a más de novecientos francos al año y que no
poseía otras fuentes de beneficio reconocidas salvo las de su cargo, podía
acumular tal cantidad de dinero? ¿Y por qué, ya que disponía de ella, nunca
dejó entrever en su forma de vida tal provecho?
En cuanto al abad Henri Boudet, nos encontramos con un personaje extremadamente peculiar; sobretodo si atendemos al contenido de alguna de las
obras que publicó durante su vida. Quince años mayor que Saunière, su imagen
pública nos dice bien poco acerca de su persona, salvo que vivía con su madre y
su hermana en Rennes-les-Bains, repartiendo sus labores entre la iglesia y la
huerta. No obstante, tras esta imagen apacible, se escondía un estimable
erudito en temas lingüísticos y arqueológicos que, al igual que Saunière,
ocupaba su tiempo libre en recorrer la zona excavando y removiéndolo todo de
forma inexplicable. Resulta curioso saber, —y en esto también coincide con el
abad de Rennes-le-Châteu—, su empeño en falsear algunas de las lápidas que se
hallaban en el camposanto de su parroquia, entre ellas, la de su predecesor
que, ¡cómo no!, mostraba raras inscripciones.
Pero lo paradójico del caso se encuentra en su obra "La vraie Langue
Celtique et Le Cromleck de Rennes-les-Bains". Salvo que se trate de un
ejemplo claro de precursor del surrealismo o de un bromista, nadie encuentra
una explicación lógica al contenido de este libro; al menos, tomado al pie de
la letra. Para empezar, no existe ningún cromlech en Rennes-les-Bains, ni nada
que se le parezca; y es impensable que un experto en arqueología hubiera podido
confundir cualquier otro resto con este tipo de construcción.
En cuanto a la tesis fundamental del libro, la verdadera lengua celta, raya
en el más puro disparate, si no es producto de una profunda crisis mental.
En ella sostiene Boudet que la lengua primitiva de la humanidad es el
inglés y que todos los demás idiomas y lenguas, desde el sánscrito hasta el
español, desde el más antiguo hasta el más moderno, proceden de ella. Para
demostrar su teoría, salpica el libro de una serie de ejemplos delirantes, a
cual más absurdo. Sin embargo, no existe ninguna constancia de que el abate de
Rennes-les-Bains sufriera en su vida algún trastorno cerebral; muy al
contrario, algunos de sus trabajos lingüísticos fueron publicados en revistas
científicas, recibiendo numerosas felicitaciones académicas.
Llegados a este extremo, surge ante nosotros un título revelador y que nos
pondrá sobre la verdadera pista de las intenciones de Boudet. Se trata del
"Discurso para probar la antigüedad de la lengua inglesa" de Jonathan
Swift, famoso por las aventuras de su personaje Gulliver. Esta obra humorística
está escrita, según nos revelará el propio autor, utilizando un peculiar «art
of punnig», es decir, un juego de palabras, que consiste en utilizar términos
aparentemente inconexos, pero que al ser leídos en voz alta, gracias a su
similitud de sonido, adquieren un sentido coherente. Es entonces cuando
comprendemos que el mismo abate Boudet nos había revelado la solución al
afirmar en distintas páginas de su libro que utilizaba la lengua púnica; pero
no la de Cartago, sino la de Swift.
Se trata pues de un libro escrito en clave, con un sistema lo
suficientemente enrevesado como para no ceñirse a un sólo idioma. Desconociendo
sus reglas, descifrarlo se vuelve una tarea casi imposible. Pero, a pesar de
ello, podemos conocer cual es la intención de la obra; el propio Henri Boudet
nos lo dice: «Penetrar en el secreto de una historia local por la
interpretación de un nombre compuesto en una lengua desconocida». En pocas
palabras: en cualquier texto, en cualquier inscripción (¿los pergaminos?, ¿las
lápidas?) puede encontrarse oculto el secreto de una historia.
Saint-Marie Madelaine. ¿Templo o logia?
Si el abad Henrie Boudet era aficionado a la criptología, no le iba a la
zaga su amigo Bérenger Saunière. No hay más que acercarse a la iglesia de Sta.
María Madalena en Rennes-le-Château, para descubrir que la extraña decoración
realizada por el escultor Giscard, siguiendo fielmente las indicaciones del abate
Saunière, se debe a algo más que a un muy peculiar gusto estético. (Por cierto,
no se trata del único trabajo excéntrico de este artista).
¿Se esconden tras esa caprichosa ornamentación las claves precisas de un
mensaje que sólo puede ser captado por los iniciados? ¿Encubre la apariencia,
de dudoso gusto, de esa iglesia algo que va más allá de las funciones de un
templo dedicado al culto? Lo cierto es que para el ojo atento del observador
resulta demasiado estrafalaria, para ser el simple fruto de la casualidad.
Ya en la misma entrada nos sorprende con una frase grabada en el dintel de
la puerta:
TERRIBILIS EST LOCUS ISTE
(ESTE LUGAR ES TERRIBLE)
La frase no parece precisamente la más adecuada para animar a los fieles a
entrar en la casa de Dios; pero no cesan ahí las sorpresas. Como para confirmar
el anterior aserto, traspasado el umbral, nos topamos a la izquierda con un
demonio cojo que sostiene sobre sus hombros la pila bautismal en forma de
concha. ¿Se trata de Asmodeo, el guardián de los secretos, el mismo que según
una antigua leyenda judaica construyó el Templo de Salomón? No debe
preocuparnos, sobre su cabeza se halla escrita la solución para doblegarlo, la
célebre expresión que propició la conversión del emperador Constantino: «In hoc
signo vinces».
PAR CE SIGNE TU LE VAINCRAS
(CON ESTE SIGNO VENCERÁS)
Y ese es precisamente el signo que realizan sobre su frente los fieles al
mojar sus dedos en el agua bendita: el signo de la Cruz.
Sin perjuicio de que se trate de una errata del grabador, el añadido de la
palabra «le» supone para algunos estudiosos algo más que una mala traducción,
estableciendo que está compuesta precisamente por las letras 13ª y 14ª de la
Cábala, que juntas componen la fecha, 1314, en que fue ajusticiado en la
hoguera el Gran Maestre de la Orden Templaria, Jacques de Molay.
Sobre las paredes del templo, se observan las pinturas que representan las
estaciones del Vía Crucis. Junto al curioso detalle de que han sido colocadas
en sentido inverso, llegamos a observar que presentan una serie de
inconsistencias, algunas verdaderamente obvias. Como ejemplo, citemos dos de
ellas: En la 8ª estación aparece un niño vestido con una falda de tejido
escocés, lo que podría interpretarse como una referencia al
rito masónico. Por otro lado, en la decimocuarta, se representa el entierro de
Jesús, pero con la particularidad de que está envuelto por un cielo nocturno,
es decir, mucho tiempo después de la hora que se señala en la Biblia. ¿Se
trataba tal vez de insinuar que en vez del entierro, lo que se representaba era
el rescate de un Jesús moribundo, pero aún no fallecido, de la tumba cedida por
José de Arimatea? Si así fuera, y siguiendo en la dirección normal del
deambulatorio, tendría sentido encontrarse después con la imagen de la Cena.
Las incongruencias son múltiples en todo el conjunto. Tantas, que
inquietaron al propio obispo de Carcasona. En cambio, nada tuvo que objetar
sobre las repetidas apariciones de cruces adornadas con rosas y otras figuras
que podrían hacer clara referencia a la Orden Rosacruz.
Quizás, precisamente ahí, en el velado sentido del rompecabezas de Santa
María Madalena se encuentre la verdadera pista respecto al contenido o el
carácter del tesoro que supuestamente encontró Bérenger Saunière, párroco de
Rennes-le-Château.
El cuadro de Poussin es quizá el más intesesante desde el punto de vista simbólico : en él se ven cuatro pastores frente a un sepulcro, observando una inscripción que dice : "Et in Arcadia ego" ( "Y en la Arcadia yo [estoy]" ). Algunas interpretaciones sugieren que se trata de un anagrama que, reordenando las letras, formaría en latín la frase "AQUI ESTA LA TUMBA DE DIOS". El paisaje que se puede ver de fondo del cuadro pertenecería asimismo, según la leyenda, a Rennes le Château, en cuyos alrededores, curiosamente, existía una tumba al aire libre muy parecida a la representada por Poussin, y desparecida en la actualidad.
impresionante!
ReplyDeleteAja cada dia sale algo "nuevo" a la luz...
ReplyDeletesi informacin inimaginable. lindo dia isabel :-) thanks!
ReplyDeletepero tu que opinas de esto?
ReplyDeletesaludos alejo