Los biógrafos de Adolf Hitler aseguran que en los últimos meses de su vida, estando Berlín cercado, el dictador repetía frecuentemente la frase de Federico el Grande: “Cuanto más conozco a las personas más cariño siento hacia los animales”, probablemente influenciado por el filósofo alemán, Arthur Schopenhauer, quien profesaba un particular sentimiento por los animales, especialmente por los perros.
Aunque muchas sociedades protectoras de animales y organizaciones ecologistas se sientan incómodas, es inevitable señalar que la Alemania de Hitler fue pionera en materia de protección tanto de los animales como de la naturaleza. “En el nuevo Reich no debe haber cabida para la crueldad con los animales”, decía Hitler en un mensaje de profundo cinismo que inspiró la sanción de la ley de protección de los animales (la Reichs-Tierschutzgesetz de 1933), la de caza (Reichs-Jagdgesetz de 1934) y la de protección de la naturaleza (Reichs-Naturschutzgesetz de 1935).
NADA FUE CASUAL. El perfil ecologista del cuerpo normativo del partido nazi tenía un correlato en la conducta de sus altos mandos, quienes, como Hitler, eran vegetarianos, defensores de los animales y protectores de la naturaleza. Y eso era absolutamente coherente con su ideología, ya que el respeto a los animales se fundaba en el valor intrínseco que se le daba a todo ser vivo (biocentrismo), tanto que un animal poseía el mismo o mayor valor que un ser humano (hecho que dependía de su condición racial).
Por su parte la “Naturaleza” (con mayúscula, tal como era concebida por los nazis por su condición de “madre natural”) debía ser protegida integralmente, incluyendo a la especie humana como parte de la misma. De ese modo, defender a la Naturaleza implicaba la defensa de la raza aria, que era la más fuerte y la más preparada genéticamente dentro de la especie humana. Nótese que la ideología nazi encontró un fuerte sustento en el “darwinismo social”, una traslación de la teoría de la “selección natural” de Charles Darwin (la “supervivencia de los más aptos”) en la interpretación de los fenómenos sociales.
Es evidente que el régimen nazi tuvo una fuerte atracción por la ecología. Según Jorge Orduna, “se protegió especies en extinción, se crearon áreas protegidas, se combatió las especies foráneas y se cuidó que el trazado de las más avanzadas autopistas de la época tuviera en cuenta el impacto ambiental, sitios de valor histórico o simbólico, la belleza del paisaje y la armonía con la naturaleza. Todo esto, dentro de una visión mística natural.
En la Alemania nazi, los temas clásicos ecológicos estaban a la orden del día” (1). De hecho, el nazismo y la ecología tuvieron precursores comunes. Uno de ellos, quizás el más notable, fue biólogo Ernest Haeckel (1834-1919), quien definió originalmente a la Ecología como “el estudio de las interacciones de los organismos con su medio ambiente”. Tuvo también su lado oscuro por haber sido fundador de la Liga Monista (Monistenbund), que promovía una “religión de la ciencia” denominada “monismo”, mediante la cual reducía las ciencias sociales y la ética a la biología aplicada. Esta corporación, más que una sociedad científica, fue una usina ideológica en torno de la “pureza racial” y un centro de formación y proselitismo nazi.
¿ELIMINACIÓN O AISLAMIENTO?
Uno de los precursores de la defensa de la naturaleza, el biólogo Walther Schoenichen, se preguntaba sutilmente: ¿Para qué luchar por la preservación de las especies animales y aceptar, al mismo tiempo, la desaparición de las razas humanas a través de un mestizaje generalizado? Su respuesta dio lugar a dos posturas encontradas dentro del establishment nazi, ambas destinadas a evitar el mestizaje y, con ello, conservar pura la raza aria. La primera planteaba la eliminación lisa y llana de los “pueblos primitivos” (considerados “inferiores”).
La segunda, más “benevolente”, proponía su aislamiento (en guetos), con lo cual se preservaba su derecho a la existencia. Esta segunda postura es curiosamente comparable a la que hoy motiva a ciertas ecologistas internacionales a pronunciarse por la defensa de los “pueblos originarios” como sujetos de conservación, como los animales y las plantas, por no decir de aislamiento, o libres de mestizaje.
Tal es el caso de la Reserva Yanomami, creada en 1991 en el límite entre Brasil y Venezuela, considerada por la IUCN (International Union for the Conservation of Nature) dentro de la “Categoría VII, Reservas Antropológicas/Zonas Bióticas Nacionales”, y definida como áreas protegida donde “se permite que continúe el modo de vida de sociedades en armonía con el medio ambiente, sin interferencias de la tecnología moderna”.
Los mismos antropólogos que diseñaron la reserva reconocen que muchos yanomamis estaban dispuestos a cambiar su modo de vida para integrarse y mejorar sus condiciones de vida (a mediados de los años ’80 su promedio de vida era de 30 años). Es probable, sin embargo, que ello haya sido considerado por la IUNC como una “interferencia” a la armónica cultura yanomami con el medio ambiente. Entonces optaron por el “gueto”. Eso sí, con muros verdes de acacias y guayacanes.
(*) Docente. Facultad de Ciencia y Tecnología, Uader.
(1) Orduna, J., 2008. Ecofascismo. Las internacionales ecologistas y las soberanías nacionales. Ed. Martínez Roca, Buenos Aires (p.193).
Ricardo Goñi (*)
(1) Orduna, J., 2008. Ecofascismo. Las internacionales ecologistas y las soberanías nacionales. Ed. Martínez Roca, Buenos Aires (p.193).
Ricardo Goñi (*)
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