Dicen las leyendas de Hatum Cañar que en una época muy remota los cielos se abrieron y el agua cayó en un aguacero que duró días y semanas, meses y casi que años, un diluvio universal que tiene su espejo en el diluvio de Noé y los suyos pero que aquí aparece con un toque exótico y local: tan sólo dos hermanos consiguieron salvarse huyendo a la cima del monte sagrado de los cañaris, el Huacayñan, donde no tuvieron otra cosa que hacer que copular como locos con dos guacamayas con caras de mujer. Una estirpe singular, de ser cierta, y que merodea ceñuda por los alrededores de las ruinas, mezcla de cañaris, incas y guacamayas. Poco antes de la llegada de los conquistadores españoles, la paz de la zona se vio soliviantada con la invasión de los arrebatadores ejércitos incas, una invasión que tras la conquista se tornó amable y sencilla, yo, inca, te impongo mi poderío militar, tú, cañari, me enseñas tus conocimientos sobre agricultura y metalurgia. Y así, en esta tierra ya colonizada por el Inca, cayó una nueva invasión, la de los españoles, y donde se levantaba una próspera colonia, los conquistadores no vieron más que piedras que habrían de servirles para levantar casas, la verdadera obsesión del español de bien.
Perdido en las alturas, camuflado entre la niebla, Ingapirca es el 'Muro de Piedra inca', según la traducción en quechua. Llego en la caja trasera de una furgoneta atestada de gente, apretadas hasta la extenuación, ellas con miradas negras y fijas desde lo más profundo de unas cabezas coronadas con sombreros de bombín, ellos con gesto adusto, serio, observándome fijamente, no sé si pretenden diseccionarme, darme la bienvenida o reprocharme los excesos de nuestros antepasados históricos. Porque en Ingapirca reinaron los Cañares antes que los Incas pero estos últimos respetaron a los primeros y se mezclaron con ellos en una dominación amable y suave. Nada que ver con la batalla que planteó el jiennense Belalcázar al egregio Rumiñahui, aquel capitán de Atahualpa que prefirió destruir la antigua Quito antes que entregarla al español invasor. Tal vez los vecinos de Ingapirca se sientan observados, a su vez, por lo que consideren una réplica del lugarteniente de Francisco Pizarro, sus mismos pelos largos, la misma barba descuidada. El trayecto apenas toma un par de horas, pero un par de horas apretado entre la multitud, como decía, una turbamulta que se arremolina en la estación con idéntico destino pero diferente propósito. Muy de mañana salimos desde las afueras de Cuenca, una señora ciudad que imita los balcones colgantes de la original, la castellana, pero que se levanta tan majestuosa como el inca de la pared. Ingapirca es tan desconocido para el admirador del imperio inca como las pinturas rupestres del Amazonas para los amantes de la arqueología pictórica.
Por las ruinas pasó el cronista Pedro Cieza de León a mediados del siglo XVI, y poco después fray Gaspar de Gallegos. Dos siglos más tarde llegan dos insignes españoles, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, este último un sevillano que, para no perder el tiempo, descubrió también el platino en su viaje iniciático. El francés Carlos María de la Condomina, uno de los científicos más famosos de su época, también pasó por aquí, y a estos últimos, Ulloa y La Condomine debemos los planos más fiables del Ingapirca que ya no existe. Aunque nadie conseguía aclararse sobre el pasado de las instalaciones, se dudaba entre lo militar y lo religioso, los sabios acumulaban visitas posicionándose en uno u otro bando. El alemán Alexander Von Humboldt se inclinó por la función militar. Hoy creemos saber que su principal función fue la de observatorio del sol y la luna. La explicación más sencilla pasa, probablemente, por una simbiosis de ambas teorías en las que lo militar terminó por apuntalar lo religioso.
recreación de un hogar inca-cañari |
http://losmundosdehachero.blogspot.com
José Luis Sánchez Hachero
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