Nazis tras las huellas de la raza aria
Tuve una revelación cuando, siendo un joven ingeniero, observé un día una ola de acero fundido sobre la tierra mojada cubierta de nieve: la tierra estallaba con cierto retraso y con gran violencia.
Han Hörbiger
Hoy existe una auténtica fascinación por las civilizaciones desaparecidas, por las grandes construcciones del pasado que, como en Mesoamérica o Egipto, desafían por su antigüedad –muy discutida- y su complejidad arquitectónica, a los estudiosos de diferentes campos. Desde las páginas de mi muy querida revista ENIGMAS no son pocos los artículos que dedicamos, desde hace ya muchos años, a lugares tan fascinantes y a su vez tan desconcertantes como Chichen Itzá, Machu Picchu, Angkor Wat, el Valle de los Reyes, la isla de Pascua, Stonehenge, Teotihuacán o Tiahuanaco, entre muchos otros, enclaves milenarios donde el misterio siempre encuentra resquicio para liberarse de la encorsetada metodología de la ciencia más ortodoxa. Lugares mágicos, sin duda, tanto por su belleza como por su trazado, su orientación y su desafío, en ocasiones, a la misma razón.
Pero esa fascinación actual, que va en aumento, por esos templos del Cosmos y del pasado no es nueva, pues ya cautivó a numerosos eruditos del siglo XIX y principios del XX, entre ellos a personajes que trabajaron para la maquinaria nacionalsocialista, algunos de ellos, incluso, nazis convencidos. Ya vimos la pasión de Wirth por las pinturas rupestres y la Atlántida, de Grönhagen por los Eddas y la religión pagana del norte de Europa, de Wüst por los persas y el orientalismo… también de la Ahnenerbe por la cultura megalítica que llevó a considerar Externsteineel “Stonehenge alemán”; pues bien, también las culturas precolombinas llamaron poderosamente la atención de la Orden Negra y de su líder, y lo que es más insólito, la propia Sociedad Herencia Ancestral organizaría una expedición –finalmente frustrada– al Nuevo Mundo como antes lo hiciera al Este y al Norte de Europa, al Mediterráneo y al Norte de África y más tarde lo haría a los confines de Asia, episodio que enseguida recuperaremos del olvido de la Historia.
El lugar elegido sería precisamente Tiahuanaco, en el altiplano boliviano, y su artífice el estudioso alemán Edmund Kiss. Veamos primero quién fue este singular personaje que acabaría sirviendo a las órdenes del príncipe de la Orden Negra. Kiss había nacido en 1886 en Alemania. Había estudiado arquitectura y más tarde se aficionó a la arqueología –ciencia que afirmaría haber estudiado, pero que no parece fuera cierto-. Para cuando llamó la atención de los nazis, era un veterano y héroe de guerra que en la Primera Guerra Mundial, la misma en que lucharon tantos futuros nacionalsocialistas, incluidos su líder, había sido herido de bala en dos ocasiones y condecorado con dos cruces de hierro, de primera y segunda clase.
Tras la conflagración pasó a trabajar como contratista de obras en Münster y allí en donde entraría en contacto por primera vez con la denominada Teoría de la Cosmogonía Glacial que también se convertiría en pasión fundamental de Himmler. Dicha Teoría del Hielo (Welteislehre o Grazialkosmogonie) había sido ideada a principios del siglo XX por un ingeniero y astrónomo aficionado austríaco, Hans Hörbiger, ayudado por el astrónomo amateur Philipp Fauth, quien la expuso en 1913 en su libro Cosmogonía Glacial, que alcanzaría pronto un éxito inusitado en toda Alemania e incluso fuera de ella.
Según Hörbiger, que no tenía una sólida formación científica fuera del campo de la ingeniería, la materia prima del Universo era el hielo, presente en todos los rincones del Cosmos: la Vía Láctea y todos los cuerpos celestes –a excepción de la Tierra, que no lo estaba en su totalidad– estaban revestidos de aquel material. Según el pseudocientífico, en el principio de los tiempos había existido también una enorme madre de fuego mucho más grande que el Sol. Para Hans, cuanto acontecía en el Universo se debía a una lucha primigenia entre estos dos elementos antagónicos: hielo y fuego, que más tarde, sin duda por intereses políticos en plena Alemania nacionalsocialista, extrapolaría a la lucha entre los arios y los seres inferiores (Untermenschen). En un momento dado, ambas masas chocaron y se produjo una brutal explosión, similar al Big Bang, que habría originado los planetas, un total de 30 según él, todos ellos dominados completamente por el hielo a excepción de la Tierra.
Utilizando conceptos místicos derivados del ariosofismo y aquellos conceptos científicos que le interesaban para esbozar su atrevida –y para muchos absurda- teoría, que sería objeto de una aplastante denuncia del mundo académico, continuó apuntando, con complejas y a menudo absurdas explicaciones, que los cuerpos celestes poderosos como nuestro planeta atrapaban con su fuerza gravitacional a lunas más pequeñas en órbitas decrecientes que acababan impactando contra la Tierra, provocando grandes inundaciones, terremotos y erupciones volcánicas. Nuestra Luna actual sería la cuarta y las tres anteriores, en su colisión, –generando “fracturas de luna”–, habían sido nada menos que las responsables de los cambios climáticos en la antigüedad, la desaparición de los dinosaurios e incluso de la Atlántida. La última de estas hecatombes, la que acabó con el continente perdido platónico, tuvo lugar, según él, hacía once mil años.
Como Blavatsky y más tarde ariosofistas como Liebenfels, también creía que la tierra estuvo un día poblada por seres extraordinarios, como gigantes, por lo que no es de extrañar que los científicos le consideraran, más que un advenedizo, prácticamente un loco. Siguiendo su enrevesada teoría, los pocos supervivientes de la subida de las aguas se habrían refugiado en cinco “plazas atlantes”, situadas en Nueva Guinea, Abisinia, México, el Tíbet –a donde también acudirían los caballeros de la esvástica– y Tiahuanaco, en Bolivia, que sería el enclave que más tarde despertaría el interés de Edmund Kiss y de la Ahnenerbe.
Hörbiger iba aún más allá y en tiempos del Tercer Reich, cuando se afilió al Partido nazi y gozó del respeto incluso de Adolf Hitler, afirmaría que “los embriones de los arios había permanecido conservados en el hielo cósmico primigenio antes de su caída en la Tierra en forma de protoplasma”. Hörbiger, como buen nacionalsocialista, no podía comulgar con las teorías evolucionistas (no obstante, una parte importante del darwinismo influiría notablemente en la cosmovisión de Hitler, pues postulaba que sólo las especies más fuertes –el hombre ario, claro- pueden sobrevivir) que señalaban que los arios, como el resto de seres humanos, descendían de los homínidos y tampoco con la visión judeocristiana del creacionismo–.
A pesar de los enrevesado y ridículo de sus teorías, Hörbiger comenzó a ganar adeptos entre la comunidad Völkisch y poco después cautivaría a los nazis, incluido como digo el propio Führer, que también consideraba su lucha en términos de una batalla primigenia entre la luz (el fuego, que identificaba a los arios) y las tinieblas (el hielo, el frío que representaba a los judíos y a los enemigos del Reich).
El ingeniero se había inspirado en los Eddas de Snorri Sturluson, que tanto dieron de sí a los nacionalistas alemanes, donde se relata cómo el Universo salió del caos primigenio gracias al enfrentamiento entre el hielo que cubría Ginnungagap, en el norte, y el fuego que originó el viento que soplaba desde Muspellsheimr, en el sur. Tras el contacto con el fuego, parte del hielo acabaría fundiéndose y del agua subsiguiente surgiría el cuerpo de Yurir, engendrador de los gigantes.
Hans estaba convencido de que la tierra volvería a sufrir una hecatombe, esta vez la definitiva, un cataclismo que haría la vida imposible sobre el planeta, cuya corteza estallaría y el hielo lo dominaría todo hasta que la Tierra acabara estrellándose con el Sol. No aportaba demasiadas esperanzas a la raza humana, aunque parece que predijo más bien la caída de su Tercer Reich…
El mayor entusiasta de entre los nazis con la Cosmogonía Glacial sería, cómo no, de nuevo Heinrich Himmler, que dedicaría un departamento de la Ahnenerbe a su estudio y verificación, incluyendo entre los estudiosos en nómina del instituto al propio Hans Hörbiger. La teoría del ingeniero gozó de tanta popularidad porque era intuitiva –el mismo Hans afirmaba que la había ideado gracias a una inspiración–, y “puramente germánica” para los grupos Völkisch, que debía contrarrestar la ciencia racionalista judía representada por Albert Einstein y por Sigmund Freud. Himmler, Göring, Baldur von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas), y el propio Hitler, todos sentían devoción por la Teoría de la Cosmogonía Glacial, hasta el punto de que en los megalómanos proyectos del Führer para la ciudad de Linz, donde descubrió su “misión” providencial, en el Pöstlingberg, con una espléndida vista de la ciudad y de los Alpes, el líder nazi pretendía construir un gran observatorio astronómico coronado por una gran cúpula con un planetario de tres pisos: el inferior mostraría la concepción cosmológica de Ptolomeo, el segundo la de Copérnico y el piso superior la Teoría de la Cosmogonía Glacial de Hörbiger, que precisamente era conocido por los nazis como “el Copérnico del siglo XX”.
Próxima parada, Bolivia
Así que Edmund Kiss se sintió fascinado por la teoría de Hörbiger y pensó que podría corroborarla en los Andes bolivianos, concretamente en Tiahuanaco, cerca del lago Titicaca, convenciéndose de que sus espectaculares ruinas no eran sino vestigios de una antigua colonia nórdica en el Nuevo Mundo. En 1927 el robusto arquitecto y escritor –sus novelas, de las que luego hablaré, tuvieron un éxito inusitado en Alemania-, se puso en contacto con el polifacético estudioso austríaco Arthur Posnansky, que vivía en Bolivia, sería director del Museo Nacional del país y de la Sociedad Arqueológica boliviana, fundada en 1930, y era un “experto” en las milenarias ruinas que despertaron la inquietud de Kiss.
Basándose en supuestos cálculos arqueoastronómicos, que realizó en colaboración con Ralf Muller, dedujo que Tiahuanaco había sido construida en torno al 15.000 a.C. en plena era glacial antediluviana. Siguiendo las teorías de Hörbiger y otros, señaló que debido a la gran inundación del 11.000 a.C. (que hacía coincidir con el Diluvio universal bíblico), hubo una progresiva disminución del lago Titicaca, que provocó que la ciudad de Tiahuanaco, construida –según él- en sus orillas, se distanciara unos 22 kilómetros debido a los cambios en el nivel del mar.Pero Posnansky aún iba más allá. Afirmaba que tras la gran inundación, los supervivientes fueron capaces de desarrollar avanzadas técnicas agrícolas que generaron excedentes de maíz, patatas o maca. Para corroborar sus hipótesis, además de las mediciones arqueoastronómicas, aportó el hallazgo del esqueleto de un toxodonte –un mamífero extinto hacía 12.000 años-m junto a huesos humanos en un mismo estrato estratigráfico. Para él era suficiente e hizo oídos sordos a los arqueólogos contemporáneos más serios, que consideraban que Tiahuanaco había sido diseñado y levantado hacía unos 2.000 años por el pueblo andino indígena antepasado de los incas.
Aquellas espectaculares ruinas y sus inmensas puertas labradas con jaguares y extraños caracteres mitológicos, Posnansky creía que habían sido construidas por un misterioso grupo de inmigrantes procedentes de tierras occidentales, de raza aria, claro. Arthur, que según Christopher Hale “se equivocaba de medio a medio”, había macerado su curiosa fantasía en el caldo venenoso del racismo, que contribuiría a incrementar Kiss y sus delirios Völkisch. Posnansky sentía un enorme desprecio por los pobladores de la zona, los aimara, máxime cuando éstos sostenían –probablemente no sin razón-, que Tiahuanaco había sido construida por sus antepasados hacía unos 2.000 años. Edmund Kiss introduciría a su colega en la antropología racial alemana y Arthur se propuso hacer algo que sería muy común entre las hordas nacionalsocialistas de la Ahnenerbe durante los años 30: realizar mediciones –craneales y de otro tipo- de los pobladores locales, además de tomar fotografías, para clasificarlos racialmente y comprobar si su nivel de desarrollo les había permitido realizar construcciones de tales características. Evidentemente, Posnansky, los aimara no pasaron la prueba.
Kiss absorvió también las ideas de su colega y en 1928 decidió viajar a Bolivia financiando su expedición con los 20.000 marcos que había ganado en un concurso literario. Durante meses Tiahuanaco se autoconvenció de que habían sido los arios quienes habían levantado la ciudad usando una avanzada tecnología y que habían tenido que abandonarla tras la catastrófica serie de inundaciones y erupciones volcánicas señaladas por Hörbiger. Kiss dibujó numerosos planos de la ciudad y copió cuidadosamente todas las enigmáticas inscripciones.
Hörbiger creía que en el centro ceremonial boliviano se practicaba hacía milenios una religión mística de culto al Sol muy anterior al del antiguo Egipto, algo que Kiss “corroboró” sobre el terreno. Además, se sintió especialmente atraído por una gran cabeza de piedra que mostraba al parecer rasgos nórdicos “puros” y esto, unido a que descubrió también un parecido mayor de las construcciones con la arquitectura dórica de Grecia que con el “estilo inferior” de las edificaciones de los indios, le llevó a afirmar que aquellos templos constituían, según Rosa Sala Rose, “un territorio periférico del legendario imperio de la Atlántida”.
En la denominada “Puerta del Sol” de Tiahuanaco, Edmund Kiss halló una inscripción que el alemán consideró un calendario astronómico que creía sería capaz de descifrar y que constituía una prueba, a su parecer, de las teorías cósmicas de Hörbiger. Aunque los expertos suelen datar el complejo boliviano en torno a unos 500-2000 años de antigüedad, Kiss, imbuido por sus propios delirios pseudocientíficos, llegó a escribir: “Hay algo que sabemos, y resultaría extremadamente difícil convencernos de lo contrario: aunque no puede suponerse la edad de Tiahuanaco, ¡debe de tener como mínimo millones de años!”. Y se quedó tan ancho.
Lo más curioso es que, como ya empezaba a ser demasiado habitual, aquellas heterodoxas opiniones fascinarían a los nazis, principalmente a Heinrich Himmler. De nuevo en su país, Edmund Kiss trabajó durante un tiempo como inspector municipal en Kassel y comenzó a publicar numerosos ensayos “científicos” y rimbombantes novelas que tenían como protagonista indiscutible a la Atlántida, creando para sus obras de ficción –aunque basándose en sus supuestos descubrimientos- una élite dominante de nórdicos rubios a los que llamó Asen y que, cómo no, libraban una lucha con unos terroríficos eslavos de piel oscura que estaban a sus órdenes, trama que ideó en la novela Primavera en la Atlántida, publicada en 1931.
El líder de los Asen era un tal Baldur Wieborg de Thule (una vez más la cuna mitológica de los hiperbóreos), que, además de ser el impulsor de la “agricultura genética” –como lo sería más tarde el Gran Maestre de la Orden Negra, a su manera-, acababa siendo asesinado por las turbas criminales de “seres inferiores”.
También ese año publicó la novela La última reina de la Atlántida, ambientada 14.000 años atrás y que narraba la historia de la marcha de los atlantes hacia los Andes (Tiahuanaco), donde llevaron a cabo curiosos experimentos eugénicos y esclavizaron a la población local, más o menos lo mismo que harían los nuevos “atlantes” nacionalsocialistas en el Viejo Continente en los años 30, esterilizar y someter a trabajos forzados a los Untermenschen, para, en los 40, acabar exterminándolos sin contemplaciones.
En 1937 Kiss escribió el ensayo La puerta del Sol de Tiahuanaco y la Cosmogonía Glacial de Hörbiger, su texto más famoso, donde contaba sus experiencias en la altiplanicie andina, acompañando sus investigaciones con sus dibujos de impresionantes templos y retratos de unos habitantes altos y esbeltos ataviados con extraños ropajes futuristas, además de numerosos artículos sobre la Atlántida y los misterios de Sudamérica, que cautivaron a los nazis hasta el punto de que revista como SS Mann o la publicación oficial de las Juventudes Hitlerianas, Die Hitler Jugend, los publicaban habitualmente. Himmler también quedó cautivado con el libro y ordenó incluso que se encuadernara un ejemplar con piel de la mejor calidad que serviría como lujoso regalo de Navidad para Hitler.
Kiss, por tanto, no tardó en pasar a engrosar las filas de la Orden Negra y de la Ahnenerbe. En 1936, el estudioso había firmado el “Protocolo de Pyrmont”, que sellaba el apoyo de la Herencia Ancestral a la Teoría de la Cosmogonía Glacial y comenzó a presionar al Reichsführer-SS para que patrocinase un nuevo viaje suyo a Bolivia, esta vez una gran expedición que contara con 20 personas entre arqueólogos, botánicos, zoólogos, astrónomos y un equipo de filmación dotado de las técnicas de exploración más modernas, como cámaras submarinas (con las que pretendía rastrear el fondo del lago Titicaca), equipo para tomas aéreas, etc…
Además, tenía la intención de realizar un minucioso trabajo de campo geológico desde Colombia hasta Perú, que aportara evidencias de los antiguos cataclismos que promulgaba Hörbiger. Himmler se mostró de acuerdo con la solicitud y pidió a Wolfram von Sievers que recaudara el dinero necesario y realizase todos los preparativos, aunque el Reichsführer envió mientras tanto a Edmund Kiss a Libia con la intención de que estudiase la costa mediterránea en busca de evidencias fósiles de la Cosmogonía Glacial.
El viaje estaba programado para 1939, año en que Kiss publicó otra de sus célebres novelas, Los cisnes cantores de Thule, donde narraba la epopeya de los Asen, que regreaban a su hogar ártico y en cuyas naves ondeaban banderas con esvásticas azules y plateadas; ya que tras la explosión de la Tercer Luna –donde se ve de nuevo la enorme influencia de Hörbiger en su cosmovisión–, Thule se había convertido en un bastión helado e inhabitable, los Asen pusieron rumbo al sur y fundaron las antiguas culturas helénicas del Mediterráneo, en sintonía con la visión nazi, que consideraba a griegos y romanos arios –incluso el propio Führer, como ya vimos–.
A pesar del entusiasmo y el éxito de las teorías de Kiss, Sievers calculó que el salario de los miembros del equipo costaría unos 100.000 marcos del Reich; aquella no era la única costosa expedición que se estaba planeando o realizando –por aquel entonces Ernst Schäffer y sus hombres estaban a punto de regresar de un carísimo y peligroso viaje al Tíbet– y el estallido de la guerra, que obligaría a desviar muchos de los fondos de la Ahnenerbe y las SS a investigaciones orientadas a la política armamentística, paralizaron por completo el ambicioso proyecto.
No sería la única expedición de la Sociedad Herencia Ancestral que se vería interrumpida por el estallido del mayor conflicto bélico de la historia humana, provocado, eso sí, por los propios nazis y su política despiadada. Himmler veía así frustradas muchos de sus más delirantes planes, aunque no tardaría en desviar su atención hacia otros que, además de delirantes, serían nocivos para millones de personas, diabólicos planes que analizaré en el próximo y último capítulo.
Edmund Kiss tampoco había logrado viajar al Tíbet –otro de los “vestigios atlantes” donde comprobar la Cosmogonía Glacial– junto a Schäffer, ya que a este último le aterraron sus fantasiosas ideas y convenció al líder de la Orden Negra de que no podía llevar consigo a un hombre de bastante edad para ese tipo de odisea. Entonces Kiss, a pesar de su imponente figura –medía metro noventa y pesaba más de 100 kilos–, tenía 53 años, cuando el miembro de mayor edad del equipo de Schäffer no pasaba de los 38. Pero no adelantemos acontecimientos.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la causa de la cancelación de su ambicioso viaje, Edmund Kiss se enroló en las Waffen SS, las unidades especiales de combate de la Orden Negra, llegando al grado de Obersturmbannführer (jefe superior de unidad de asalto), cuya insignia eran cuatro cuentas de plata y un línea centrada en el cuello izquierdo del impecable uniforme, y más tarde comandante de la Guardia Personal de los Cuarteles Generales de Hitler en el Wolfsschanzeo Guarida del Lobo, construido en 1941 con motivo de la ofensiva alemana sobre la Unión Soviética.
Tras la guerra, Kiss fue hecho prisionero por los aliados e internado en el campo de Dachau, símbolo primero de la barbarie nazi y más tarde prisión de sus propios edificadores. Parece que fue liberado en 1948, pero a partir de entonces, como pasó con muchos personajes vinculados de una u otra manera al Tercer Reich, desapareció de escena y su pista se perdió de los libros de Historia. ¿Viajaría de nuevo a Sudamérica, cuna de las grandes civilizaciones de la antigüedad que le cautivaron?
Más información en: “La Orden Negra. El ejército pagano del Tercer Reich”, Óscar Herradón. EDAF, 2011.
http://www.edaf.net/es/libro.asp?producto=1845
http://oscarherradon.wordpress.com/2011/07/12/tiahuanaco-la-puerta-de-los-dioses/
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